Ante el debate legislativo sobre marihuana medicinal, bien vendría reflexionar sobre el contexto en el cual se desempeñan los congresistas. Convendría, por ello, tener presente los antecedentes, dado que se sostiene que se están logrando los avances gracias a la superación de prejuicios, cuando la prohibición existente se sustenta en ellos. 

En el año 2001, el Congreso de la República incluyó a la misma coca (E. Coca L.; E. novogranatense) en el artículo del Código Penal que criminaliza hasta hoy el cultivo del cáñamo, conocido como marihuana (Cannabis Sativa; Cannabis Indica) y a la amapola del opio (papaber somniferum), la misma cuya flor libremente adorna los jardines tanto de París como de Madrid en su temporada. Una inmediata y nocturna contraorden (al evaluar las consecuencias que hubiera tenido) eliminó a la coca de ese artículo, quedando su control sometido a la fiscalización vigente por entonces.

El Congreso nacional extremó con tal penalización la condena internacional que fiscaliza tales cultivos. Todo se fundamenta (se quiera o no reconocer) en las convenciones existentes que califican el uso de todas ellas como toxicomanías, farmacodependencias o adicciones, presuntas enfermedades (mentales), encargando su prevención y represión a los estados.

La estricta verdad es que, como informó siempre la medicina del siglo XIX, tanto en Estados Unidos como en Europa y en Lima, las tres son plantas medicinales del sistema nervioso que fueron aprovechadas debidamente, incluidos sus derivados. Luego se superpuso a finales de ese siglo la obscurantista versión psiquiátrica, prestigiada como científica, sin recordarse los aportes médicos, tal fue el caso de Hermilio Valdizán en su inicial artículo El cocainismo y la raza indígena, publicado en La Crónica Médica del 15 de agosto de 1913. 

Fue increíble la audacia de Valdizán al asumir el dictum de Emil Kraepelin en su texto de Psiquiatría, sin apoyo experimental ni clínico alguno. Para él, el coqueo, acullicu, pijchado, mambeo, en fin, el uso tradicional andino, sería una intoxicación crónica. Lo sorprendente es que el prejuicio estigmatizante se convirtió en ley en el ámbito internacional, dándole base a la guerra a las drogas.

Sometido el uso de las plantas al criterio médico, no habría reservas frente a ellas. Todo lo contrario, desde el punto de vista de la salud pública sería trascendental la reconsideración del carácter “tóxico” de las plantas así consideradas en el Código Penal vigente. E igualmente sería deseable que los ministerios de Salud y de Agricultura se plantearan el óptimo aprovechamiento de tales recursos naturales.

Si recobraran los cultivos criminalizados la libertad de su cultivo, se abriría el paso a una variada agroindustria artesanal y farmacéutica recobrando antiguos usos medicinales, ahora olvidados. El reiterado discurso psiquiátrico sobre las adicciones, en efecto, se realiza al margen de consideraciones médicas, sólo por solidaridad profesional los médicos acostumbran cederles la palabra. 

La aparente oposición, entre marihuana medicinal versus marihuana recreativa, disimula el hecho de mantener la condena con el argumento oficial de ser el resto de usos adicciones o farmacodependencias, cargos que no tienen fundamento médico sino, repito una vez más, sólo denunciables prejuicios provenientes de la literatura psiquiátrica. Le correspondería al Colegio Médico plantear la confrontación de posiciones sobre el tema, o en todo caso encargar al Concytec precisar la controversia, dado que las universidades juegan como parte del sistema.

Por ahora, mientras se mantenga la política oficial de drogas se estará afectando la salud pública, aparte de conculcar la libertad de las personas, sin otra excusa que la sinrazón psiquiátrica.